Y O N O, S E Ñ O R P R E S I D E N T E *
Morelia Michoacán, México, a 19 de septiembre de 2008
Atendiendo a la pequeña parte que me corresponde del llamado a la unidad hecho por Felipe Calderón para todos y cada uno de los mexicanos el pasado 16 de septiembre, tras los atentados explosivos en el centro de nuestra ciudad, me permito alzar la palabra desde esta tribuna para declinar la invitación, expresando algunas de las razones que me llevan a ello.
No acudiré a su demanda, señor presidente. Yo no.
Porque en mi colonia hay una vecina que vende ropa usada, y desde hace meses tiene que pagar una cuota más elevada a sus proveedores de mercancía; proveedores nuevos, más exigentes, distintos, que monopolizan el mercado, a los que no se les puede decir no y cuyo nombre parece prohibido pronunciar.
Porque una alumna tiene un amigo, vendedor de cine de arte pirata en el Auditorio (ese monstruoso tianguis donde cada domingo, a espaldas del turismo, hace latir Morelia el corazón de sus verdaderos rostros), que cierto día y sin previo aviso se puso a rematar a diez pesos todas sus existencias, debido a que la concesión de puestos había pasado a ser prebenda de nuevos responsables, señores del quién vende, qué vende y a cuánto asciende la cuota a cubrir por vender. Responsables a los que resulta impensable contradecir si algún aprecio se le tiene a la propia vida.
Porque un antiguo conocido de mi madre, de visita por la capital michoacana hace un par de octubres, le confió que en algunas de las selectas fiestas privadas que coronan el glamour de la noche durante el Festival de Cine, sólo unas cuantas charolas van colmadas de copas de licor.
Porque mis alumnos bachilleres saben que, en caso de que mañana desapareciera la tiendita que a la vuelta de la escuela les oferta metanfetaminas, pasado mañana aparecería otra igual de próxima para sustituirla. Porque se ha vuelto común pagar por protección que no solicitaste. Porque en mi colonia (una de esas nuevas colonias de desecho con las que usted y los de su especie se jactan de volvernos propietarios, y en cuyos interiores el amor debe hacerse en silencio para no despertar a los niños de la casa de junto) hay padres de familia que graban con su celular los pleitos a golpes de sus hijas adolescentes contra compañeras de la secundaria.
Porque no hay habitante de Morelia que no posea al menos un par de anécdotas inmediatas como estas. Porque ello demuestra que el crimen organizado y sus devastadoras secuelas (económicas, sociales y culturales) no son una distante anomalía en cuyo camino los mexicanos de bien pueden tener la mala suerte de atravesarse, sino una cotidiana realidad más que palpable. Porque los sucesos del pasado 15 de septiembre no constituyen ninguna excepción, sino apenas un grotesco, indisimulable punto culminante de lo que aquí hace mucho se convirtió en norma.
Porque ante tales circunstancias, yo, como cualquier ciudadano que no habite Morelia con los ojos cerrados, sé que morir hecho pedazos por una granada también cabe mirarse como una variante piadosa de la atrocidad, pues al menos es breve.
Porque yo, al igual que todos los michoacanos, al igual que todos los mexicanos, me enfrento cotidianamente a la evidencia de que esa guerra que usted dice que le está ganando al crimen organizado, en realidad la está perdiendo. Y sé que si la está perdiendo hasta el punto en que la está perdiendo, sólo puede deberse a dos razones: a que no le interesa ganarla, o a que ganarla significa para usted y para mí dos cosas radicalmente distintas, si no es que definitivamente opuestas.
Porque el hecho de que afecte usted ante cámaras y micrófonos tanta acongojada indignación, tanta severidad consternada, de ninguna manera le impide aprovechar cada nuevo episodio de devastación e infamia para seguir reduciendo, con calculado esmero, la ya de por sí estrecha frontera que su discurso estableció desde el primer momento entre criminalidad y disidencia. Porque sin pudor alguno hace de la desesperación y el miedo instrumentos para caracterizar como delincuente a cuanto ciudadano se atreva a reivindicar su inalienable derecho a la justicia.
Porque la indignación y la rabia no nublan mi juicio hasta el punto de no entender lo que significa que el crimen organizado se haya atrevido a perpetrar un operativo terrorista en la ciudad donde usted nació, a pocas horas de que presidiera el desfile militar donde sería desplegado en privilegiada pasarela mediática el más significativo muestrario de la infraestructura destinada a combatirlo. Porque el hecho en sí mismo, más las secuelas que le han acompañado (La Familia demandando desagravio para el pueblo michoacano y comprometiéndose a proporcionárselo), evidencian la magnitud del poder real que en este momento detentan sus adversarios, a despecho de la hueca estrategia publicitaria que se empecina en presentárnoslos arrinconados, debilitados, socavados y a punto del definitivo derrumbe.
Porque la colombianización de nuestro país no fue nunca la hipótesis de un destino probable, sino el único escenario que el torpe proceder desde el inicio de su gestión podían precipitar. Porque no hacía falta ser politólogo para entender que si el enfrentamiento de primera línea entre el narco y la institucionalidad policiaca terminó por corromper de modo devastador e irreversible a tal institucionalidad (como cotidianamente comprobamos, por más que muden de nombre agencias y corporaciones), y por otorgarle a las organizaciones delictivas una afinada configuración parapolicíaca, la llana militarización del combate al narcotráfico terminaría tanto por minar la relativa impenetrabilidad de las fuerzas armadas en materia de infiltración y corrupción, como por ajustar la infraestructura organizativa, material y humana del crimen organizado en función de sus nuevos oponentes.
Porque la bravucona, monocorde entonación de sus mensajes, en los que demuestra no disponer de otro plan que el incremento de las mismas ineficaces medidas aplicadas hasta ahora, enmascara algo infinitamente más terrible que candidez o impotencia. Enmascara la decisión (suya y del proyecto de país que encabeza) de beneficiarse hasta donde sea posible con el actual estado de cosas, para seguir agudizando el inexorable adelgazamiento de las garantías políticas del ciudadano común, en vicaria invocación de su propio bien; enmascara la brutal imposición del franco autoritarismo, utilizando como coartada el combate contra la inseguridad. Y porque puestos en semejante contexto, siempre quedó perfectamente claro lo que para nosotros iba a significar su aseveración de que iba a usted a perseverar en el camino trazado sin importar las vidas humanas que costara.
Porque un análisis riguroso de nuestra clase política, nuestra institucionalidad y nuestra legalidad empresarial, revelaría hasta qué punto la élite de buenos mexicanos con los que usted me llama a ponerme hombro con hombro, deben su posición a la connivencia, el disimulo, la complicidad o la franca y abierta participación con las “fuerzas del mal”.
Porque mirarlo en sus giras al lado de los gobernadores de Puebla y de Oaxaca, independientemente del acatamiento a las convenciones del hacer político y de la vida republicana, me hacen entender que usted está dispuesto, como mínimo, a otorgarles el beneficio de una duda que ningún ciudadano con elemental sentido de la vergüenza puede consentirse. Y porque, sobre esa base, puedo imaginarme hasta dónde pueden llegar en materia de ilegalidad, barbarie, corrupción y delito, de acuerdo a los intereses creados del caso, tanto el beneficio de sus dudas como los costos de su obcecación.
Porque en manos suyas, palabras como Nación, República, Soberanía, Independencia, Democracia y Estado de Derecho dejan de ser términos con significación precisa, valor propio y fin en sí mismos, para convertirse en mero aderezo retórico, al servicio de una tendencia que, erigiendo el beneficio particular de unos cuantos como supremo rasero del sentido público, lo que hace es atentar por principio contra ellos.
Porque hoy por hoy, la institucionalidad en torno a la cual nos invita usted a agruparnos para hacer frente común, de ninguna manera representa los intereses ni del pueblo ni de la nación mexicanos.
Porque los argumentos que utilizara usted en su discurso del pasado miércoles (privilegio de intereses particulares o de grupo por encima del supremo interés de la Nación), para tipificar en confusa y tendenciosa urdimbre como traidores a la patria tanto a los miembros del crimen organizado como a cuantos en materia económica, social y política no piensan como usted, le vienen a la medida apenas se desentraña su cotidiano proceder como titular del ejecutivo federal, sus labores proselitistas para ofrecer al mejor postor los bienes y recursos del país, su empecinamiento por sacar adelante unas reformas estructurales encaminadas a canjear las garantías y conquistas del pueblo trabajador por oportunidades otorgadas a modo de dádiva por un orden empresarial voraz e inescrupuloso.
Porque usted quiere hacernos creer que la lucha debe ser contra el crimen organizado, y yo sé que la lucha es contra un México del que el crimen organizado y usted mismo no son sino facetas parciales.
Porque la ideología, en tanto definición reflexiva y crítica de nuestro ser en el mundo, no puede despacharse como una prescindible camiseta que uno se quita o se pone de acuerdo con esta o aquella coyuntura, sino que constituye la medida justa de las realidades posibles con que estamos dispuestos a comprometernos. Porque la política, en tanto construcción soberana de los lineamientos generales de nuestro espacio público, no refiere a ningún medio discrecional encaminado a la obtención de determinados beneficios particulares, sino a la acción que define y valida nuestra posición ante la historia.
Porque, dicho y precisado lo anterior, entro íntegramente en el grupo, tan censurable según sus palabras, de los que por razones ideológicas y políticas no están dispuestos a sumarse a esa lucha de usted y de quienes, compartiendo su envilecido horizonte ideológico y su mezquina concepción del hacer político, junto a usted luchan.
Porque cuando sus discursos pretenden reducir el crimen organizado a mero síntoma, no lo hacen por inocencia, ni por ignorancia ni por equivocación. Lo hacen porque forma usted parte de la misma enfermedad.
Por eso alzo la voz. Y desde esta tribuna manifiesto:
Yo no, señor presidente.
Yo no, señor gobernador.
Yo no, señor presidente municipal
Yo no, señores diputados.
Yo no, señores funcionarios.
Yo no, señores de los partidos políticos.
Yo no, señores del Consejo Coordinador Empresarial, de la Coparmex y de la Canacintra.
Yo no, señores de la Conferencia del Episcopado Mexicano.
Yo no, señores intelectuales.
Yo no, señores dueños de los monopolios informativos estatales y nacionales.
Yo no, a todos aquellos que junto a los arriba mencionados decidan firmar.
Conmigo no cuenten.
Atte.
C. Sergio J. Monreal
* Leído la noche del 19 de septiembre en la Escuela de Letras de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, durante la presentación del libro “Las raíces del aire”.
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