jueves, 11 de septiembre de 2008

El desafío climático

El desafío climático, entre toma de conciencia, negación y recuperación
Por PHILIPPE BOVET Y AGNÈS SINAÏ

Le Monde diplomatique publicará, en marzo, un "Atlas del medio ambiente". El mismo contiene, como los Atlas anteriores, textos sintéticos acompañados de 150 mapas y gráficos dedicados a los grandes desafíos de la ecología. En esta ocasión, hemos contado con la colaboración de Greenpeace que ha realizado un anexo sobre la situación en España. Aunque la humanidad mide mejor que en el pasado los peligros que la amenazan, le queda mucho que hacer para imaginar y poner en práctica las soluciones indispensables.
Los ecosistemas tienen las formas que conocemos porque, hace veinte mil años, la naturaleza pasó de ser un paisaje dominado por los hielos, en gran parte de Europa y América del Norte, al paisaje actual, donde los hielos están concentrados en los polos y en las alturas. Esta transición, que duró cinco mil años, coincidió con un recalentamiento global de alrededor de 5º C, lo que permite estimar que el ritmo natural de cambio de la temperatura a largo plazo es, a escala planetaria, de un grado por milenio.
El problema es que de aquí a 2050 hay que pensar en una duplicación de la cantidad de CO2 (principal gas con efecto invernadero). Esto podría acarrear un aumento promedio de temperatura al menos diez veces más rápido que el ritmo promedio global de cambio desde el último periodo glacial. Según la Agencia Internacional de la Energía (AIE), si el consumo de combustibles fósiles prosigue al ritmo actual, las emisiones de CO2 vinculadas únicamente a la energía llegarían en 2030 a 40 gigatoneladas, es decir 55% más que en 2004 (1). Con eso tenemos lo suficiente como para recalentar el planeta de 2,4º a 6,4º hacia finales del siglo XXI, según lo alto de la horquilla de los escenarios del último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (GIEC), el órgano de referencia de las Naciones Unidas, que anuncia un cambio de era climática (2). Un aumento así conllevará una modificación del mapa mundial. La nueva distribución de la agricultura, el éxodo de las poblaciones litorales e insulares, y la migración o desaparición de una parte de las especies animales y vegetales, determinarán un cambio de civilización.
Más allá de los hechos tal como se los conoce, la crisis ambiental es también un asunto de naturaleza psíquica, un desafío cognitivo, puesto que sus dimensiones superan la capacidad de entendimiento de los individuos. Desde la primera Cumbre de la Tierra de 1972 en Estocolmo hasta la reciente Evaluación de los ecosistemas para el Milenio (3), y a pesar de la acumulación de informes científicos, esta crisis ha sido objeto de una negación generalizada, alimentada por controversias que tienden a relativizar la amplitud del problema.
Del novelista "climatoescéptico" Michael Crichton, autor de Estado de miedo , un tecno- thriller anti ecologista (4), a Claude Allègre, adepto a todo lo tecnológico como solución para los males del planeta, toda suerte de agitadores se han dedicado a desviar la opinión, alimentando un espacio de controversias sobre la existencia del recalentamiento climático. En Estados Unidos, las "máquinas de ideas" ( think tanks ) financiadas por las compañías petroleras cercanas al presidente George W. Bush, con ExxonMobil a la cabeza, todavía tratan de minimizar el alcance del cambio y desacreditar los trabajo del GIEC. Una red de científicos y ciudadanos estadounidenses realizó recientemente una encuesta a 279 climatólogos que trabajan para agencias federales de investigación en Estados Unidos: el 58% de ellos fueron censurados por sus superiores o sufrieron presiones para que las palabras "cambio climático" fueran eliminadas de sus informes (5).
Con el mismo espíritu, en 2001, con la publicación del libro del danés Bjorn Lomborg, l'Ecologiste sceptique ( El ecologista escéptico ) (6) se inició una polémica sobre el estado del planeta. Con el eslogan "no hay de qué preocuparse", el autor sostenía que en numerosos ámbitos el medio ambiente mejoraba, en vez de deteriorarse, y que los mecanismos de mercado sabrían corregir algunas degradaciones pasajeras. El aparente rigor científico de esta obra fue denunciado por muchos expertos como una engañifa. Lo que no parece haber desalentado a su autor que, en Cool It : The Skeptical Environmentalist's Guide to Global Warming ( Una guía del recalentamiento climático para ecologistas escépticos ), redobla la apuesta con una negación más determinante: la amplitud del recalentamiento climático (7).
En resumen, Lomborg exhorta a las sociedades a no tomar medidas drásticas para detener los desórdenes climáticos. Según sus cálculos, a las economías industriales les costará 180.000 millones de dólares al año respetar sus objetivos de reducción de emisión de gases con efecto invernadero. En su opinión, ¡a ese precio más vale continuar con la destrucción del planeta para alimentar el crecimiento, y fabricar tecnologías que terminen por salvar a la humanidad!
Esta postura escéptica está perdiendo fuerza, aunque no sea más que por el encarecimiento del precio de la energía. Incluso la AIE, de la que no puede sospecharse una defensa de las tesis de decrecimiento, ataca por su falsedad este tipo de razonamiento. Según su informe anual, el World Energy Outlook de 2006, se necesitarán 14,5 millardos de euros de inversiones acumuladas para satisfacer la creciente voracidad energética del mundo entre 2006 y 2030. La AIE estima "rentable" tomar medidas que consideren escenarios de recambio, tales como los propuestos por el Protocolo de Kyoto (8), haciéndolo lo más rápidamente posible (9): "El coste de estas políticas estaría más que compensado por las ventajas económicas que procurarían un consumo y una producción energética más eficaces (10)".
Este enfoque está confirmado por el muy mediatizado informe del economista británico Nicholas Stern, según el cual el recalentamiento podría costarle a la economía mundial 5.500 millardos de euros (11). Además de la amplitud del impacto del recalentamiento sobre la humanidad, la destrucción de la naturaleza entraña la pérdida de inestimables servicios vitales que brindan los ecosistemas, como la purificación del aire y del agua, la estabilización del clima, y la diversidad de las moléculas útiles para la medicina contenidas en las plantas. La toma en consideración del clima en la economía le ha conferido recientemente a la crisis ecológica una nueva credibilidad ante los ojos de los dirigentes de los países industrializados. Sin por eso cuestionar los fundamentos del crecimiento.
En la actualidad, demasiadas informaciones e informes científicos convergen, -incluso portavoces emblemáticos como Al Gore y Nicolas Hulot los toman- como para que la crisis medioambiental siga siendo objeto de negación. Esta sobreabundancia de señales de alarma corre, sin embargo, el riesgo de su banalización. La sociedad entera parece comprometida en una operación de greenwashing (blanqueamiento ecológico) dirigida más bien a permitir el reciclaje de las conciencias que a incitar al cambio de paradigma. La copa mundial de rugby, aun después de haber sido presentada por el ministro francés de Ecología y Desarrollo y Planificación Sostenible, Jean-Louis Borloo, como la "primera gran misa deportiva internacional concebida como modelo en términos de eco-acontecimiento", no dejó de arrojar unas 570.000 toneladas de CO2, a causa del tráfico aéreo generado (12). Una contradicción que muestra las tensiones de la época...
A medida que la sociedad toma conciencia del deterioro de las condiciones de vida en la Tierra, las formas de negación se hacen más complejas, como para retrasar el plazo para la reorganización de la colectividad y el cuestionamiento del productivismo mundializado. El discurso alarmista del presidente Jacques Chirac: "Nuestra casa se quema y nosotros miramos hacia otro lado", pronunciado el 2 de septiembre de 2002 durante la Cumbre Mundial sobre Desarrollo Sostenible de Johannesburgo, era una conminación paradójica, que dictaba grandes principios de acción, que no tuvieron los efectos esperables.
El programa francés de infraestructuras de carreteras, ¿no prevé acaso la construcción de 3.000 nuevos kilómetros de autopistas? El ministro de Ecología y Desarrollo Sostenible en 2005, Serge Lepeltier, ¿no dejó acaso el gobierno de Jean-Pierre Raffarin por no haber logrado imponer un impuesto a los vehículos 4x4, excesivamente contaminantes? El concepto de desarrollo sostenible incluye una ilusión movilizadora. Ha servido más para mantener una ficción colectiva de acción y brindar una apariencia ecologista a las multinacionales más contaminantes, que para desencadenar la "ruptura".
El "debate multipartidario sobre el medio ambiente" (la "Grenelle de l'environnement") anunciado por el Gobierno de François Fillon, ¿podrá lograr que Francia se abra a esa toma de conciencia ecológica? Desde el 13 de julio de 2005, en el marco de la ley programática que fijaba las orientaciones de su política energética, París se fijó como objetivo llegar a disminuir cuatro veces sus emisiones de CO2 de aquí a 2050. ¿Qué ha pasado desde entonces? En el fondo, muy poco. Y, sin embargo, no hay tiempo que perder para alcanzar ese ambicioso objetivo. ¿Podrá esta Administración encarrilar una política voluntarista con el fin de respetar esos objetivos?
Se puede dudar de ello, en la medida en que Francia, muchas veces señalada por la Unión Europea por su falta de compromiso ambiental, acumula mucho retraso en este ámbito. Si los resultados de ese debate no cuestionan la política nuclear, los proyectos de carreteras, el cultivo de Organismos Genéticamente Modificados (OGM) - de los cuales el presidente de la República y sus amigos son fervientes partidarios- y no le dan prioridad absoluta a los transportes colectivos y no le ponen impuestos a las energías fósiles; si continúan dejando actuar a los lobbies y a su clásica visión del crecimiento económico, es que no se ha comprendido el desafío del cambio climático.
Se trata de un desafío difícil de acometer en el contexto político francés, poco abierto a tales cambios. Corine Lepage, ministra de Medio Ambiente entre 1995 y 1997, bajo el gobierno de Alain Juppé, critica con vehemencia "la omnipresencia de miembros de los grandes cuerpos" en el seno de la Administración francesa: "las soluciones son siempre las mismas, aunque los progresos de la ciencia y las prácticas en el extranjero muestran que nuevos caminos son posibles (...). En el ámbito de las grandes infraestructuras, de carreteras y autopistas, o en lo nuclear, e incluso en la biotecnología, siempre encontré entre los ‘expertos de los cuerpos del Estado' muy pocas dudas y muy pocas preguntas. (...) Este gran poder de los grandes cuerpos (...) es, en mi opinión, una de las causas, si no la principal, del retraso francés (13)".
¿Cómo podrían las estructuras estatales francesas abrirse rápidamente a las cuestiones ecológicas, cuando en 1986 gestionaron el accidente de Chernóbil dentro de la mayor opacidad (se suponía que la nube radiactiva se detendría en la frontera francesa) y, más recientemente, también la cuestión de los pesticidas en la agricultura, o del amianto? Lepage agrega: "Estoy persuadida de que la ceguera de los sucesivos gobiernos respecto al problema del amianto (...) no habría sido posible sin, por un lado, la fuerza del cuerpo de Minas, presente tanto en la administración del control como en la dirección de las empresas de materiales y, por otro, el antecedente ligado a la industria nuclear y a los comportamientos que allí indujo". ¿Será posible hacer comprender a estructuras tan rígidas la urgente necesidad del cambio?
¿Cómo disminuir drásticamente los residuos mundiales, especialmente de CO2, y pasar de hermosas palabras a una práctica real de sobriedad energética? Desde que los especialistas del clima y de las cuestiones ambientales recorren el mundo, de las conferencias a las cumbres internacionales, sólo se proponen soluciones globales. Pero, teniendo en cuenta la urgencia, sería preferible que algunos países se diferenciaran y sirvieran de ejemplo, antes que esperar un cambio en la política ambiental de los grandes países como Estados Unidos o Australia, que están entre los mayores productores mundiales de carbón y no son signatarios de los acuerdos de Kyoto, con el propósito de preservar su dotación de carbón.
Hermann Scheer, diputado alemán socialdemócrata y premio Nobel alternativo en 1999, especialista en energías renovables, reflexiona: "La voluntad de consenso (mundial) a cualquier precio es incompatible con la necesidad de reducir lo más rápidamente posible los riesgos, porque el hecho de buscar la aprobación de la mayoría, nos deja a merced de aquellos que quieren impedir, frenar y diluir los objetivos a los que se apunta (14)". Lo que está claro es que todo el mundo espera a todo el mundo. Además, en un planeta con recursos limitados, las grandes reuniones internacionales no abordan nunca la cuestión del crecimiento económico en sí mismo. Las medidas a favor de la supervivencia ecológica sólo son aceptadas si no traban el principio de este crecimiento ni la liberalización del mercado.
La producción energética (refinado y generación de electricidad) están en el origen del 49% de las emisiones mundiales de CO2 y se cuentan entre las que tienen mayores consecuencias para el medio ambiente (15). Algunos países lo han comprendido bien y son los que, durante las décadas pasadas, no dudaron en lanzarse solos hacia otras vías energéticas.
Así, Dinamarca desarrolló la energía eólica terrestre ya en los años 1980; y los británicos iniciaron programas de investigación sobre las energías renovables marinas hacia finales de los años noventa (16). La ciudad de Barcelona, por su parte, impuso en 2000 la utilización de placas solares para las viviendas nuevas y las rehabilitadas, una medida que fue luego adoptada para el resto de Cataluña y después en toda España. Alemania avanza, desde hace muchos años, en la misma vía. Sin embargo, algunos se complacen en señalar, con cierta ironía, que Berlín lleva a cabo una política contradictoria, porque alienta el ahorro energético y las energías renovables, al mismo tiempo que sigue quemando carbón; importa electricidad de Francia y piensa prolongar la duración de la vida de sus centrales nucleares.
Sin embargo, estos espíritus quejosos olvidan que Francia no hace ni una vigésima parte de lo que realiza su vecino del otro lado del Rin, y que lo que allí sucede es un verdadero combate entre dos mundos energéticos: por un lado, un viejo mundo centralizado, ligado al carbón, a lo nuclear, y al trasporte automotriz individual; y, por otro, un nuevo mundo descentralizado, ligado al ahorro de energías, a las fuentes renovables, a los transportes colectivos y a las cuestiones de salud pública.
Los lobbies del viejo mundo, instalados desde hace décadas, hacen de todo para negar la necesidad y la posibilidad de un cambio rápido del estado de las cosas. Los especialistas en energías renovables saben que los frenos no son técnicos sino principalmente administrativos y políticos. Tras el resultado de las elecciones regionales del 27 de enero de 2008 (17), en el Land de Hesse (6 millones de habitantes, 21.000 km2), la candidata socialdemócrata, Andrea Ypsilanti, no podrá formar Gobierno sólo con la ayuda de sus aliados naturales, los Verdes, por lo que ahora se abre un largo proceso de consultas y queda pendiente su propuesta. Esta propuesta consistía en desarrollar en cinco años el ahorro energético y las energías limpias, cerrar las dos centrales nucleares de su Land y mostrar que la construcción de centrales de carbón no es absolutamente necesaria.
Las decisiones que se han de tomar exigen que el Estado vuelva a encontrar su papel y sepa arbitrar a largo plazo para el bien común, sin plegarse a los intereses a corto plazo de los lobbies . El autor estadounidense Richard Heinberg publicó un libro que trata sobre cuestiones energéticas y medioambientales. Su título, The party is over (18), es significativo, ya que es totalmente exacto que "la fiesta ha terminado". Sin embargo, si se lo comprende bien, el desafío del recalentamiento climático puede ser una oportunidad para la humanidad. Cuestionar los desplazamientos automotrices equivale a aspirar a ciudades más tranquilas. Abandonar lo nuclear y las energías fósiles centralizadas, equivale a desarrollar modelos energéticos locales que involucran a los ciudadanos. Disminuir los desplazamientos de mercancías a través del mundo equivale a relocalizar la economía y luchar contra el desempleo. Esta lucha contra el recalentamiento climático representa una oportunidad de trabajar en el embellecimiento del mundo.

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