jueves, 18 de septiembre de 2008

PLAZA PÚBLICA
Narcoterrorismo

Miguel Ángel Granados Chapa
18 Sep. 08

El Estado resultó incompetente para impedir el terrorismo en Morelia. Se espera ahora que logre determinar quiénes son los autores y quiénes los comandan, mismos que buscaron infundir daño y miedo a la población. El gobierno requiere apoyo internacional, sobre todo para incluir a los autores del capítulo Morelia en la lista de terroristas de la ONU, y poder así rastrear el dinero ilícito que da fuerza y motivo al crimen organizado

Sin duda fue un acto de terrorismo. Es muy probable que lo cometieran matarifes (a escala mayor) al servicio de la delincuencia organizada, del narcotráfico. La autoría se determinará con precisión si los órganos del Estado, incompetentes para impedirlo (lo cual no es imposible con mecanismos de información e inteligencia que funcionen), son capaces de establecer quiénes lanzaron contra gente indefensa dos granadas de fragmentación y quiénes ordenaron hacerlo.

Aun antes de que los jueces lo establezcan al cabo de un proceso que es imprescindible realizar, es claro que se trató de matar no sólo por matar, como cuando se ejecuta a rivales o traidores, sino de infundir dolor y miedo más allá de las víctimas inmediatas. No se requiere saber derecho, conocer la definición legal del delito de terrorismo para comprobar que eso fue lo ocurrido la noche del Grito en Morelia, pues se utilizaron "explosivos... (para realizar) actos en contra de las personas... que produzcan alarma, temor, terror en la población o en un grupo o sector de ella, para perturbar la paz pública, o tratar de menoscabar la autoridad del Estado...".

Eso es el qué. Las conjeturas sobre el quién descartan automáticamente a los grupos armados en guerra contra el Estado, que explícitamente y en sus prácticas han rehuido dañar a la población civil. Los más graves ataques de esa procedencia, los cometidos por el Ejército Popular Revolucionario contra instalaciones de Pemex en julio y septiembre del año pasado, se perpetraron con el obvio propósito de afectar bienes materiales (cuya destrucción generó a su vez cuantiosas pérdidas económicas), pero con notorio afán de no privar de la vida o lesionar a nadie, pues los blancos estaban en despoblado y fueron atacados en horas en que el riesgo de matar era casi nulo.

Por lo tanto, la atención oficial y de la gente se concentra en los nuevos enemigos del Estado, las bandas delincuenciales que orondas perpetran matanzas por doquier, ya sea ultimando a 13 personas en Creel, Chihuahua; degollando a 12 en Mérida, ejecutando con un solo, eficaz, balazo a 24 más a las puertas de la Ciudad de México. De allí proviene, es de imaginarse, el desconcertante, inesperado, artero embate contra familias congregadas con ánimo festivo.

La indagación penal sobre el caso no podrá separarse de la investigación social y política que establezca los móviles del atentado, sus nexos con agresiones semejantes. Los infractores del orden público comunes y corrientes eluden a la autoridad, escapan de ella o la corrompen para asegurarse libertad de movimientos. Pero la delincuencia organizada en este momento y en este país parece haber trascendido ese elemental modo de relación con las autoridades. Ahora parecen encararlas, ya sea para inducir su acción en contra de sus enemigos, ya para desafiarlas o reírse de ellas, mostrando las insuficiencias de un Estado que, para infortunio de todos, se aproxima a la definición de fallido, extremo a que se llega cuando no es capaz de garantizar la seguridad de los gobernados.

Para no arribar a ese indeseado punto, el gobierno mexicano deberá contar con apoyo internacional; no injerencia indebida sino asistencia necesaria. El doctor Edgardo Buscaglia, experto en el tema, ha sugerido que una vez determinados los autores del atroz crimen de Morelia, se promueva la inclusión del grupo al que se finquen responsabilidades en el padrón de organizaciones terroristas formulado por las Naciones Unidas. De esa inscripción pueden desprenderse consecuencias que el Estado mexicano no ha podido generar, por ejemplo el eficaz combate al financiamiento de las actividades terroristas, mediante el rastreo, identificación y localización de cuentas y negocios a lo largo y ancho del mundo. Bien se sabe que una de las debilidades de la lucha mexicana contra el crimen organizado es su escasa incidencia sobre el dinero generado ilícitamente y del que proviene el poderío que a su vez se despliega para multiplicar el lucro, razón de ser del hampa a la alta escuela. (La pertinencia y aun necesidad de acciones en este campo más allá de las fronteras se probó ayer mismo con la captura de 175 miembros del Cártel del Golfo en Estados Unidos e Italia, anunciada por autoridades norteamericanas).

No podía ser de otra manera, pero el atentado moreliano ha suscitado la condena unánime de todos cuantos tienen algo que decir en la escena pública y de los hombres y las mujeres de a pie. Para que lo hicieran no fue necesario el llamado a la unidad formulado el 16 de septiembre por el presidente Felipe Calderón. El instinto de supervivencia conduce naturalmente a esa reacción, necesaria para reforzar la movilización de la fuerza del Estado, una fuerza que se nota por su ausencia, a que se refirió el Ejecutivo en el discurso patrio que a última hora decidió pronunciar personalmente, dada la gravedad del momento.

En mala hora, sin embargo, ese discurso resultó peligrosamente ambiguo, equívoco al mezclar dos elementos de la vida nacional que no se vinculan de ningún modo entre sí. En su arenga contra los asesinos y terroristas de Morelia, Calderón se refirió también a la oposición en su contra, como si fueran ingredientes de la misma naturaleza. "Se puede discrepar, dijo, pero no deliberadamente dividir y enconar. Se puede opinar distinto en la libertad que nos han heredado nuestros próceres, en el marco de libertad que el propio Estado garantiza, pero no se puede atentar contra el Estado mismo".

Salvo que se crea que lo hace con la violencia, el crimen organizado no opina ni discrepa; simplemente, brutalmente actúa en promoción de sus intereses, y atenta de ese modo contra "el Estado mismo". No lo hace, en cambio, la oposición que cuestiona con rudeza a Calderón mismo. No es lícito, ni ético, aunque se juzgue rentable políticamente, poner en el mismo saco al terrorismo y al legítimo ejercicio de las libertades públicas.


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