lunes, 15 de agosto de 2011

Entrevista al Padre Pedro Pantoja Arreola

EL NORTE
Monterrey

14 de agosto de 2011

En los caminos de Pedro

Desde hace más de una década, el albergue que preside el religioso ha recibido a más de 50 mil migrantes, la mayoría provenientes de Centroamérica.
Foto: Juan Antonio Sosa


Entregarán a el sacerdote Pedro Pantoja el Premio Internacional de Derechos Humanos Letelier Moffitt, el próximo 12 de octubre en Washington

Daniel de la Fuente

Monterrey, México (14 agosto 2011).- Quizá su nombre no le diga mucho a algunos, pero en Centroamérica es muy conocido por presidir la última estación en el largo camino al sueño americano.

El sacerdote Pedro Pantoja Arreola encabeza Belén Posada del Migrante, cuyo trabajo por más de una década en Saltillo será reconocida el próximo 12 de octubre en Washington al recibir el Premio Internacional de Derechos Humanos Letelier Moffitt, del Institute for Policy Studies (IPS).

El será el segundo mexicano en recibir el prestigiado reconocimiento, sólo después del Obispo Samuel Ruiz y su Centro de Derechos Humanos de San Cristóbal de las Casas, con el cual se honrará la defensa férrea de él y de su equipo de la integridad humana.

Pedro llegó a Saltillo cuando la ciudad tuvo noticia de sus primeros migrantes asesinados: Delmer Alexander Pacheco Barahona y José David "El Moreno". El 25 de mayo del 2002, los hondureños de 16 años de edad fueron acribillados mientras dormían junto a las vías del tren tras recorrer los miles de kilómetros que separan a Centroamérica de la capital coahuilense.

Después, otro migrante, Ismael, fue apedreado hasta la muerte. El Obispo Raúl Vera decidió reforzar el trabajo que venían realizando dos monjas en una casa que abrieron a favor de los migrantes y llamó a un párroco al que ya conocía en los caminos del trabajo social y ex compañero en la Pontificia de México: precisamente Pedro.
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El sacerdote presidía en Ciudad Acuña el albergue Emaús, dedicado a la protección de derechos de los migrantes en su paso difícil por México. Dice Pedro que, ante la invitación de Vera, no lo pensó dos veces.
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"Era urgente, no había opción ni tiempo para preparar un proyecto", afirma convencido. Él y las religiosas recibieron una bodega que, con los años, acondicionaron como un albergue que a la fecha ha recibido a más de 50 mil migrantes, casi todos centroamericanos y que suelen tomar la ruta del Golfo, en contraste con los mexicanos, que prefieren la del Pacífico, o la serrana, más desierta.

Como su nuevo responsable moral, Pedro le dejó a la posada el nombre que las monjas le habían puesto: Belén, en honor a los primeros migrantes: María encinta y José el carpintero, y aunque a la fecha ha sido testigo de cómo el crimen y la corrupción han vuelto intransitable el camino para los centroamericanos, con sus respectivas historias de horror, no olvida los nombres de aquellos tres primeros migrantes asesinados.

"Están en la historia. Uno tiene que recordar anímicamente todo eso porque es parte de la pasión que se lleva en esta lucha; una lucha por la vida, no sólo para darles de comer, sino para que no los estén matando", afirma Pedro, también párroco de la iglesia de la Santa Cruz, cercana al albergue.

De hecho, él y su equipo fueron de los primeros en denunciar los secuestros y asesinatos de migrantes por el crimen organizado, algo que alcanzaría su máximo horror con los 72 fusilados de San Fernando y los cientos de cuerpos hallados en fosas clandestinas de Tamaulipas.

Dicha defensa ha tenido un costo. Por ello, hoy Belén Posada del Migrante vive, al igual que sus huéspedes, un auténtico calvario de acciones intimidatorias que, a decir del sacerdote, ha puesto a los voluntarios del hogar al mismo nivel que las víctimas.

Pero esto, lejos de amedrentar al religioso, lo determina más.
"Esto es mi vida", expresa, "y el mismo compromiso de sentir al otro se le exige a los demás".


Una formación intensa

Es la hora de la comida y Pedro preside la oración previa ante chicos en su mayoría morenos y vestidos con bermudas, camisas de tirantes, mezclilla y tenis que les han proporcionado en el albergue, dado que sus ropas de viaje, algunos de dos y hasta tres semanas de uso arriba del tren que los transporta, conocido como La Bestia, simplemente dejaron de ser tales.

Estos hombres en su mayoría, literalmente sobrevivientes debido a los riesgos que debieron sortear, entran de buen humor, con sus charlas de tono cantarín, sin faltar alguna carcajada. Ellos lavan sus ropas y platos, hacen la comida y colaboran en los quehaceres. De no estar ocupados, juegan futbol, participan en talleres y asesorías.

De mezclilla y camisa azul con rayas, sin imagen religiosa en el pecho y sólo con el anillo en la zurda que le regaló un orfebre oaxaqueño, Pedro supervisa los alimentos, en apariencia suculentos, y ya confirmado el servicio acepta charlar en el patio del albergue ubicado en la Colonia Landín, casi a las afueras de Saltillo.

Seguido por los canes adoptados en la posada: Migra, Chapín, como se les conoce a los guatemaltecos; Catracha y Guasalo, términos hondureños, el sacerdote toma asiento al lado de los estantes en los que dejaron sus mochilas los más de 50 migrantes que hay alojados en ese momento. Más allá están algunas mesas de concreto al aire libre sobre las que los viajeros juegan damas con tapas de refrescos; en un muro, los teléfonos de tarjeta, y más allá el cultivo de nopales, el área cerrada y amplísima con colchonetas y literas.

"Ha bajado mucho el número de personas desde los secuestros", comenta el padre, sin dejar de mirar a los migrantes, que susurran en pequeños grupos sobre sus experiencias y anhelos. Pedro es alto, se ve fuerte a sus 67 años, tiene el cabello entrecano y el hablar pausado pero enfático de quien lo ha visto casi todo en cuestión de injusticias.

Hace años, en Belén llegaban a dormir hasta 350 personas. Hoy, ya no llegan tantos precisamente por los secuestros y extorsiones, por lo que la gente del albergue se pregunta por dónde estarán yendo, dado que las cifras de cruce en la frontera sur del país no han disminuido.

Pedro nació en San Pedro de los Gallos, Durango, y fue uno de los ocho hijos que tuvieron unos campesinos que, para abrirse camino, se mudaron a laborar a un rancho cerca de Parras, Coahuila.

Identificado de inmediato con la vocación social de la misión jesuita, a los 11 años Pedro ingresó al seminario, aunque fue del padre de quien aprendió las primeras lecciones de verticalidad.

"Papá, de alguna manera con su poca preparación pero con un sentido muy grande, hablaba de justicia y derechos humanos", recuerda, emocionado.

"Fue mi primera imagen honesta, de solidaridad benefactora y humanitaria".

Como el mismo seminario promovía, a la vez del estudio, el trabajo remunerado, Pedro trabajó siete años de operador de tráileres que transportaban carbón, lo que le permitió conocer el mundo, aunque nada como los cuatro meses que pasó pizcando uva en el Valle de la Muerte junto al célebre defensor de los chicanos César Chávez, situado recientemente por Barack Obama al mismo nivel que Mahatma Gandhi y Martin Luther King Jr.

"Era 1965, yo tenía 20 años y lo recuerdo en su campamento, junto a sus fieles perros Huelga y Boicot y su estandarte de la Virgen de Guadalupe, de gran personalidad, de cara dura. No necesitaba hablar para conocer su energía en la defensa de los chicanos frente a las obscenidades de las que eran objeto prácticamente en el último año del Programa Bracero.

"Marcó mi vida, porque le hablaba a la gente de lo que necesitaba: de fe".

Más lo marcaría en 1968 su asistencia a la Conferencia del Episcopado Latinoamericano, en Medellín, donde con la presencia del Papa Pablo Sexto se abrirían los caminos de los religiosos a las causas sociales. Pedro recuerda entre los asistentes a Samuel Ruiz, Sergio Méndez Arceo y a Pepe Llaguno, así como al millonario Rockefeller preguntando si en la reunión había comunistas.

Aquéllos fueron para Pedro dos años y medio de expedición latinoamericana donde lo mismo estuvo presente en el golpe de Estado ecuatoriano (donde por cierto estuvo preso por participar en movimientos estudiantiles) que en la simulada guerra del futbol entre El Salvador y Honduras.

Enviado después a Saltillo, participó en la huelga de las empresas Cinsa y Cifunsa, movimiento obrero paradigmático que enfrentó, dice él, al cacicazgo de esa ciudad y que a la postre sería traicionado por el Presidente Luis Echeverría y el Secretario del Trabajo Porfirio Muñoz Ledo.

"Hubo muchas represalias, despidieron a muchos trabajadores", recuerda Pedro, con maestría en ciencias sociales por la UNAM y por la Universidad de Nanterre, en París.

"Luego, pasé a Monclova con los metalúrgicos y con los carboneros, donde no le faltaron los accidentes, y me tocó la privatización de Altos Hornos a fines de los 80 cuando asume el poder Salinas e inicia el éxodo de migrantes hacia Estados Unidos".


Difícil camino

Alberto Xicoténcatl, director operativo de Belén, describe el padre como un hombre sereno que, en los momentos difíciles, suele escuchar a su equipo y hacer lo que consideran sus integrantes.

"Es, además, el primero en dar la cara cuando se cometen errores, porque los migrantes son su misión de vida. Lo más importante", cuenta Alberto, de 31 años y nacido en Puebla.

El camino de Pedro a favor de los viajeros iniciaría cuando, de 40 mil obreros que dependían de Altos Hornos, tras los recortes apenas llegaron a 20 mil y la región se deprimió económicamente, por lo que la gente empezó a querer cruzar al otro lado.

"Eran caravanas de migrantes", recuerda el cura. "La plaza de Acuña se llenaba de gente que, como pájaros en los árboles, esperaba oportunidades ya fuese ahí en el aparente paraíso de las maquiladoras, con salarios de sobrevivencia, o al otro lado.

"Hubo mucho agravio de la policía y extorsión, porque se empezó a dar tráfico de centroamericanos en los hoteles, las plazas y los prostíbulos".

Hasta ahí llegaba el padre para convencer a los migrantes que descansaran en la casa Emaús que él abrió para ellos, y conocieran sus derechos antes de reanudar su camino. Fue ahí donde, a los años, le llamó Raúl Vera para pedirle que fuera a Saltillo para atender las atrocidades contra los migrantes, tanto mexicano como centroamericanos, los cuales empezaron a abandonar su región cuando ésta fue azotada por el Huracán Mitch y multiplicó la miseria.

Una de las atrocidades que sufrían era ser lanzados por los guardias del tren, por lo que muchos terminaban amputados de brazos o piernas.

Pedro se encargaba de conseguir fondos para prótesis, así como de llevarlos a que sanaran de sus heridas.

"El proyecto de la casa ya aquí en Saltillo no era hacer una casa nada más, sino atender de manera integral el fenómeno migratorio, que tiene muchas vertientes: la jurídica, la humanizadora, la de reconstrucción de víctimas, la de litigar por migrantes, la asistencia social, el trabajo ya organizador de los implantes".

No fue fácil la llegada, sin embargo. Se les acusaba de darles refugio a maras, a criminales. Más tarde vendrían los secuestros, las torturas y los asesinatos. Historias que a Pedro le vienen en cascada: la de los migrantes en una casa de seguridad en Tenosique que, al negarse a dar los números telefónicos de sus familiares, vieron cómo a un compañero los secuestradores lo empezaron a despedazar vivo a machetazos y sus partes lanzadas a un foso de cemento en el que había cocodrilos o a la comida de ese día para los detenidos.

"Reconozco también la historia de otra compañera, que no habló en tres días por la tristeza que traía", recuerda Pedro y baja la vista. "La habían violado 12 hombres y se preguntaba si aún era persona y qué les iba a explicar al regreso a su esposo y a sus hijos, de qué les iba a hablar".

El sacerdote menciona a otro migrante al que le despedazaron la cabeza y estuvo tres meses en terapia intensiva. En Belén aprendió su nombre de nuevo y a usar el lenguaje que había olvidado.

Alberto, psicólogo egresado de la Universidad Iberoamericana, cuenta otras historias referidas por migrantes que Pedro no cita en esta ocasión: embarazadas que son golpeadas hasta abortar y cuyos productos son dejados frente a los migrantes secuestrados; hombres que son obligados a luchar entre sí con mazos hasta la muerte y comer restos de los asesinados; bebés que al nacer son separados de sus padres y no vuelven nunca a saber de ellos.

"Son los casos que nos refieren. Ahora bien, esto no es exclusivo de fronteras: te puedo decir que en todo el país está sucediendo esto con los migrantes, los cuales son hacinados hasta en más de un centenar y por meses. Un infierno".

Alberto dice que si se quiere entender por qué los migrantes sufren este nivel de crueldad habría que remitirse a una historia muy compleja que conoció hace siete años. Una madre y su hijo, de 45 y 18 años respectivamente, llegaron a Belén con un grupo de centroamericanos. Todos venían de haber estado secuestrados por la delincuencia común y, conforme narraron sus experiencias, se enteró que aquellos, madre e hijos, habían sido obligados a sostener relaciones sexuales, de lo contrario los matarían a ambos.

La mujer le rogó al hijo que aceptara, lo que sucedió, y así el grupo salvó la vida y pudo salir del secuestro.

"Recuerdo que fueron sus compañeros los que contaron esto, muy apesadumbrados, en tanto la madre y el hijo asentían únicamente, muy afectados.

"Si esto pasó hace siete años, entendemos por qué ahora sucede lo que sucede: el Estado ha permitido esto y le dio en bandeja de plata a la delincuencia para que hiciera lo que quisiera con la población migrante. Incluso divertirse".

El punto más alto hasta ahora han sido la masacre de los 72 migrantes y las fosas clandestinas en San Fernando, Tamaulipas, y en otras entidades. Situaciones que fueron denunciados por Pedro y su equipo muchos años antes, a través de testimonios inmensamente violentos, pero de los que los gobiernos nunca tomaron en cuenta.

"Alguien permitió que creciera esta crueldad y que sus autores anden libres: policías, funcionarios públicos", advierte Pedro y se desencaja por la indignación.

"Esto que estamos viviendo es un crimen de Estado, de lesa humanidad, es genocidio, es holocausto. México tiene que ser llevado a un tribunal internacional, porque se le pasó la mano en complicidad y corrupción".

El Relator Especial de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos Felipe González ha respaldado el trabajo de años de Pedro, la veracidad de los testimonios recabados por Belén y su cuestionamiento al Gobierno federal sobre cómo ha permitido esto con los migrantes centroamericanos. Dónde estaba cuando sucedieron los fusilamientos, las fosas, los secuestros y violaciones.

"Porque el espectáculo criminal no terminó aquí", agrega el sacerdote en referencia al hallazgo de fosas clandestinas con cientos de cuerpos, algunos ya identificados, "sino que continuó en los países de origen de los migrantes, a donde el Gobierno mexicano ha enviado ataúdes vacíos, con otros huesos o incluso con carne podrida.

"Llega la caja al pueblo, la gente abre el féretro... Es una burla. ¿Por qué México hace esto?".

El sacerdote se enciende. Más tarde atribuye la barbarie a que los gobiernos, absortos en su enriquecimiento, nunca provocaron un desarrollo humano integral, una sustentabilidad de los derechos humanos y de la ética.

"Hemos sido también un pueblo sometido, manipulado, asqueado", agrega. "A veces la religión ha sido cómplice de esto, a veces no, como en este caso, pero dada esta dominación no nos han hecho despertar a los valores profundos: la libertad, la dignidad".

El religioso considera que la migración vino y lo desenmascaró todo. De ahí que no le parezca cosa del azar que sacerdotes como él, Raúl Vera, obispo de Saltillo; Miguel Concha Malo, director del Centro de Derechos Humanos Fray Francisco de Vitoria; Javier Ávila, párroco de Creel, y Alejandro Solalinde, quien comanda los trabajos de la Casa del Migrante Hermanos del Camino, en Oaxaca, alcen la voz y exijan y se comprometan.

"Estamos tratando de ser fieles al Evangelio al que por mucho tiempo se le fue infiel", sonríe ligeramente. "Perdimos el tiempo. Lo de Medellín abrió para nosotros un cauce de justicia y de opción por los pobres, ya sin vergüenza ni miedo".

Dice que la realidad atroz y las amenazas de la delincuencia como los ataques al albergue (gente extraña merodeando, lanzando piedras e intentando ingresar), el robo de equipo o las llamadas en la madrugada, no lo hacen dudar de Dios. Entabla diálogos nocturnos y al amanecer con Él para fortalecer su esperanza.

"Uno habla con coraje, claro, pero con la certeza de que Él está escuchando y comprendiendo, si no, ya hubiera ventado el arpa", sonríe.

No tiene hobbies ni momentos de desconsuelo tal que lo hagan separarse de Belén: es una relación, enfatiza, de la que no se puede despegar porque es la vida.

"Aquí se le dice al voluntario que si no va a sentir el amor al migrante y el compromiso de defenderlo, no sirve para estar en la casa. Aquí no va a haber de que no entiendo, me da asco, nada. Aquí debe haber una identificación profunda, porque si no, no nos van a creer, vamos a ser unos peleles defensores académicos de derechos humanos pero no alguien encarnado. Hay que vivir lo que viven y sufren".

Tan es así que prácticamente el equipo de Belén ya está al mismo nivel de victimas por la agresión: unos voluntarios alemanes fueron amenazados por sicarios y la Embajada decidió retirarlos.

"Me duelen ellos (los voluntarios), porque son jóvenes, me los pueden arrinconar, pero hasta el momento seguimos adelante. No es algo romántico, sino una realidad".


Todo por los migrantes

Sin haber recibido nunca apoyo oficial, Pedro anhela ampliar las instalaciones del albergue, tener un auditorio y consolidar su proyecto de concientización social, porque aspira a que todos los migrantes que llegan al albergue crezcan, se vuelvan defensores de otros caminantes y vuelvan a Centroamérica para reconstruirla como alcaldes, ministros, profesores.

En Belén los migrantes no sólo pueden comer, dormir y asearse, sino también recibir atención psicológica, psiquiátrica y tanatológica, así como apoyo jurídico.

Alberto explica que la casa no depende de los colaboradores, sino de los migrantes.

"No hay tiempo límite de estancia y depende de cada caso, de la necesidad de salud física, mental. Dependiendo de cada caso va a ser el tiempo de permanencia. Hay gente que dura un día, que sólo come, se baña o duerme un duerme, y hay otros que duran hasta ocho meses".

A los mexicanos se les limita un poco más el tiempo, dado que ellos tienen más opciones de albergue. Un migrante no.
De las 58 casas de migrantes que hay en todo el país, la de Saltillo es en estos momentos una de las más asediadas. Tienen registrados 54 actos de hostigamiento y amenazas, todos con su respectiva denuncia, pero a la fecha no ha habido una sola sanción o captura de responsables.

"México está faltando a sus compromisos internacionales porque día a día pone en riesgo no sólo a migrantes, sino a defensores de derechos humanos".

Por otra parte, tanto Pedro como su equipo argumenta que la nueva ley de migración no frena los crímenes ni le da valor al ser humano.

"México debe entender que debe abrir sus puertas a esa caravana hambrienta, porque pertenecemos a la misma región mesoamericana", afirma.

"Hoy más que nunca la migración es un fenómeno histórico: hay 300 millones de personas fuera de sus países. Están los campamentos de Libia, de Somalia, de Sudán; están las luchas intertribales en África, las muertes en Mediterráneo. Yo mismo estuve ahí para recibir a los marroquíes en España y en Francia a los argelinos".

Dice que nadie puede ocultar que la migración mexicana, lo que está viviendo, se debe a que el Estado mexicano no ha podido combatir la violencia, desaparecerla.

"Hemos tardado tanto, tanto, tanto; hemos recorrido tantas instancias internacionales y, después de 10 años, apenas como que empieza a abrirse el Estado mexicano, cuando otros países los hicieron más rápido, siendo que en nuestro país la historia de la migración lleva más de 80 años".

Incluso, cuenta, en Belén han nacido hijos de migrantes. En octubre pasado nacieron dos niñas y, hace un lustro, un pequeño.

"Aquí los hemos criado", cuenta, orgulloso, "y esto añade otro elemento: el nacimiento del migrante más pequeño de América Latina".

Denis Sosa no es un niño, pero acaba de dejar de serlo. Tiene 19 años, viene de Tegucigalpa y anhela alcanzar a su familia en Estados Unidos. Por poco no lo logra: estuvo secuestrado por hombres que se dijeron Zetas y de los que se escapó en algún descuido. "Tuve miedo, claro, pero afortunadamente pude salir. Allá en mi país no hay nada, por eso decidí venirme. Tardé semanas, pero quiero estar con mi familia, pero de no ser por esta casa, no tendría ni cómo llegar".

El comentario no es casual: Denis muestra los pantalones con los que llegó al albergue: puros jirones. "Aquí me tratan bien, gracias a Dios que existen".

Pedro se la pasa de un lado a otro. Sin embargo, su equipo integrado por Alberto, Paola Ramos, Elisa Guerra, Eduardo Calderón, José Luis Manzo, Javier Martínez, las religiosas Guadalupe Argüello y Leticia Tenorio, además de voluntarios, le tienen bien tomada la medida: le gustan los libros de moda y la revista Proceso, todo tipo de música, desde Shakira hasta Pesado y óperas, los chismes de los artistas, hacer omelets, los paseos por el campo y hablar de las cualidades de los demás.

"El padre es una persona sensacional, por eso estamos a su lado, porque creemos en lo que él hace, en la pasión y la verdad con la que empeña su vida", afirma Alberto.

En octubre, Pedro y el equipo que hace posible Belén recibirán un reconocimiento en Washington por su labor a favor de los derechos humanos. El sacerdote toma con modestia el reconocimiento, aunque sabe que con ello su voz de denuncia se escuchará más fuerte.

"Para mí la alegría más grande es cuando un migrante nos llama cuando ya está en Estados Unidos. Es lo único que les pedimos. Saber que llegaron con bien y que ya están trabajando nos dice que hemos cumplido con la tarea y que ese migrante un día regresará a su patria para reconstruirla".

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