Publicado en REFORMA
Jesús Silva-Herzog Márquez
Jesús Silva-Herzog Márquez
8 Dic. 08
El gobernador de Coahuila, Humberto Moreira, ha desatado una polémica sobre la pena de muerte. Quiere que en su estado se pueda ejecutar a ciertos delincuentes. Así se hace en Estados Unidos, cuya Constitución deja a las entidades la libertad de imponer ese castigo.
El promotor del debate se adelanta, presuroso, a marcar con claridad los contornos de la polémica. "La discusión en Coahuila no es la pena de muerte, la discusión es cómo los vamos a matar: si los vamos a fusilar, los vamos a degollar o los vamos a ahorcar, o algo light que puede ser la inyección letal".
El gobernador se deleita con las variedades de la aniquilación: fusilamiento, degüello, ahorcamiento e introduce su peculiar humor: debemos considerar también la ejecución light a través de la inyección letal. Tras el listado, el gobernador comunica su preferencia por el mexicano método del pelotón frente al fusilado. Además de ser una tradición patria, resulta ser un método económico. De acuerdo con los cálculos del gobernador es más barata una bala que una inyección de veneno mortal.Las declaraciones del gobernador Moreira son repulsivas pero no son sorprendentes.
El caldo de la desesperación prepara la sopa del populismo penal. El gobernador de Coahuila no es el único que promueve el castigo irreversible. Los oportunistas del Partido Verde han visto también este tema como el pasaporte para la elección del año que viene. Hace unos años los verdes pedían el voto para los ecologistas, no para los políticos. Ahora ofrecen la pena de muerte como solución a la crisis de inseguridad. El tucán promueve la muerte de los asesinos y violadores. ¿Qué más da la incoherencia de una formación ambientalista convocando ejecuciones? ¿Qué importancia tiene el hecho de que los dirigentes de ese negocio hayan votado muy recientemente para prohibir esa pena en la Constitución?
El lema embona con las emociones del momento y eso es lo que cuenta. Es redituable electoralmente y eso es lo único que importa.La tesis del populismo penal es sencilla: la inseguridad que padecemos proviene de una cobardía de Estado que se remedia con bravura. Para los populistas, los delincuentes tienen demasiados derechos y el Estado prohibiciones excesivas.
El poder público se encuentra maniatado y es necesario liberarlo, rehabilitarlo, para que pueda ganarle la batalla a los criminales. Habrá que revisar las garantías individuales, darle más poder a los policías, mayor margen de acción al Ministerio Público, declarar una emergencia que archive la Constitución. Si el dolor de la amenaza aumenta, los crímenes descenderán.
Cuando el Estado pierda el temor y suelte las ataduras de la sensiblería, reimpondrá el orden.Al populista repele la advertencia de lo complejo. Cuando escucha los pormenores de un problema se tapa los oídos, cuando observa la maraña de un desafío, cierra los ojos. Él ve un mundo dividido en hemisferios: los buenos contra los malos. Las cosas son simples y las soluciones lo son aún más. A fin de cuentas, la política es asunto de arrojo. Definir el curso de la acción no es problema de diagnósticos, estrategias, trazo de rumbos y anticipo de etapas: es cosa de valentía. El populista encara la economía como el intrépido que brinca las recomendaciones de una ciencia para enfrentar a los oligarcas. La economía, sostiene, es el chicle más elástico del mundo y puede adoptar la forma de su antojo. La realidad puede abolirse con el aliento de un discurso o la tinta de un decreto. El populista encara la democracia como el paladín que expresa la voluntad profunda del Pueblo. Es el brazo popular que enfrenta la perversa conspiración de élites y reglas.
El populista ataca el crimen de la misma manera: con la charlatanería de la determinación y un simplismo maniqueo. El populista penal entiende la valentía política como la capacidad para enterrar la paralizante sensiblería liberal. El voluntarismo que niega la ciencia económica y rechaza los límites constitucionales, desprecia, en el ámbito penal, los derechos. Los derechos de todos, incluyendo, por supuesto, los derechos de los malos. Ellos, los malos, carecen de derechos. En su lenguaje ardoroso son animales, basura, escoria. Los derechos humanos, decía un troglodita hace unos años, son para los humanos, no para las ratas.
En todo caso, es innegable que el populista tiene la habilidad de agregarse a la emoción pública. El populista se suma a la rabia colectiva y se convierte en su portador. Así, pretende convencernos de que una política rabiosa es la salida a nuestra intranquilidad. Se percata de la desesperación, del miedo y de la furia. Palpa la frustración y los ánimos de venganza. Ante el fracaso (o, por lo menos, la insuficiencia) de la política gubernamental, ofrece escarmientos a la altura de la atrocidad criminal.
Su propuesta no es solamente bárbara: es absurda bajo toda consideración racional. Hay un amplio acuerdo sobre la inutilidad de esa barbarie que ha sido expulsada de todos los países desarrollados menos de Estados Unidos. La pena de muerte es un mecanismo ineficaz para reducir la criminalidad. En nuestro régimen, tan inconfiable como es, resultaría una atrocidad. Una atrocidad irreparable. Pero el populista no se hace cargo de estas pruebas. Frente a las razones responde con una encuesta: muchos quieren la pena de muerte. El demagogo se disfraza de demócrata. Olvida que la democracia no puede ser la conversión del grito popular en decisión política.
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