lunes, 12 de enero de 2009

Es posible terminar el monopolio de los partidos sobre la vida pública

Maite Azuela



Ciudad de México (14 de diciembre del 2008).-



Concluyó el 2008 y las principales demandas ciudadanas quedaron aplazadas nuevamente. La reforma del Estado no ha sido más que un intercambio de prebendas que fortalecen el monopolio de los partidos políticos sobre el espacio público, los compromisos de lucha contra el crimen organizado siguen retrasados y la desigualdad se ha agudizado.



El descontento ciudadano está tan exacerbado que pueden detonarse interesantes movilizaciones sociales. Parece que, finalmente, la sociedad está dispuesta a asumirse como un elemento fundamental del Estado. Un ejemplo de esto es la convocatoria para conformar un movimiento de ciudadanos autónomos con incidencia política, para lo cual, hace un mes más de un centenar de ciudadanos elevaron un inmenso mensaje que cubrió la fachada del Monumento a la Revolución en demanda de: alternativa, evolución, nuevas reglas, más ciudadanos y menos partidocracia.



La burocratización que los gobiernos postrevolucionarios hicieron de nuestra historia convirtió las causas de la Revolución en monumentos de concreto y mármol, libros de texto de bolsillo y referencias nacionalistas que acallan conciencias e incitan al festejo de lo nunca alcanzado. Gobiernos y partidos han sido eficaces para institucionalizar la desigualdad y la corrupción, y además transformar la movilización social en un mausoleo en el que los ciudadanos somos estatuas inmóviles. El movimiento de 1968 fue aniquilado por la represión gubernamental, y la solidaridad de 1985 no fue suficiente para consolidar una sociedad civil organizada.



Las dos décadas de "transición democrática" se visualizan como ciclos repetitivos e interminables. El sistema de partidos se ha blindado con un marco jurídico que excluye a quienes no coincidimos con sus formas de ver la política ni con sus mecanismos para hacer política. Es la trampa de la partidocracia, destinar a la ciudadanía a participar sólo en los procesos electorales, definir al ciudadano como individuo, no como integrante de una comunidad y argumentar que sólo a través de un partido político se puede incidir en las decisiones públicas. No podemos esperar otro siglo para que México sea una democracia en los términos amplios de la palabra.

Tenemos un sistema electoral sofisticado, pero mientras limitemos el desarrollo democrático a la organización de elecciones confiables, nada cambiará.



A pesar de la alternancia, son escasas las intenciones de gobiernos y partidos por ampliar los derechos de la ciudadanía. Se ha legislado sobre derechos humanos, discriminación, rendición de cuentas y acceso a la información pública, competencia y consumo. Aun con instituciones autónomas y "ciudadanas" la simulación queda inscrita cuando carecen de facultades reales para castigar a quienes incumplen.



A los legisladores les falta tinta para evitar la impunidad, pero les sobra para crear burocracias caras que sirven como consejeros espirituales habilitados sólo para dar recomendaciones a las autoridades.La distribución de los recursos públicos es otro ejemplo de la discrecionalidad con que los legisladores reafirman sus privilegios. El consenso de los partidos políticos para asignarse sueldos y prestaciones es contrastante con su incapacidad de llegar a acuerdos y comprometerse con una profunda reforma del Estado que responda a las necesidades de la sociedad.



Algunas teorías sobre la participación ciudadana afirman que el Estado es el promotor primario de la ciudadanía, pero el peligro de que se corporativicen las decisiones públicas y se simule legitimidad es evidente. En México, la construcción de ciudadanía se depositó en el Estado, ahora en manos de los partidos políticos. Así, los resultados son consecuentes con sus intereses: aunque hay algunas organizaciones civiles y altruistas, con esfuerzos loables pero aislados. La ciudadanía está débil, atemorizada, paralizada.



Evolucionar implica terminar con el monopolio de los partidos políticos sobre el espacio público. Los ciudadanos asumimos, con nuestra actitud cotidiana del "zafo", que nos conviene dejar que otros se hagan cargo de nuestro entorno y así lo avalamos. ¿Seguiremos con este síndrome de Estocolmo, agradecidos con quien secuestra nuestra voluntad colectiva?, ¿estamos amordazados o no hacemos el intento de que nuestra voz se escuche?, ¿nos resignamos o nos organizamos para ser una ciudadanía responsable de lo que pasa y no pasa en el país?



Necesitamos nuevas reglas que incorporen la participación de los ciudadanos en la toma de decisiones, que garanticen una verdadera rendición de cuentas, que atiendan cuanto antes la histórica desigualdad y que no avalen más la impunidad.Es momento de que la autonomía y el poder de la ciudadanía se materialicen. La propuesta inicial es que los ciudadanos nos agrupemos en clubes de discusión, denuncia y acción por nuestras causas más inmediatas. Sólo será posible modificar los mecanismos de decisión pública si tomamos iniciativas concretas, las comunicamos y las llevamos a cabo.

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